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En las tardes azules de verano...

El abuelo.

Todo el mundo lo llama “el abuelo José”, tiene sesenta años largos y es un tipo discreto y amable, con las manos ásperas de trabajador, lleva mas de un cuarto de siglo trabajando en el monte. Entre los brigadistas es una institución y una leyenda; y aunque todos no tengan derecho a su apretón de manos o a su media sonrisa, jamás se las negó a nadie.
Pequeño y enjuto, el Equipo de Protección Individual le queda demasiado grande, parece un viejo banderillero cosido a cornadas, un subalterno aplomado, maltrecho, con mucha brega, cuando se mueve despacio, rematando la faena que algunos compañeros sin la punta de lanza en la mano no saben ultimar. Sofoca una carbonera con piedras y capazos de tierra como nadie. Cuando algún joven brigadista se cuelga 30 mosquetones inservibles, farolea y apunta alto, “el abuelo José” lo mira de lado y sonríe apenas. Es silencioso, estoico y sabio.
No se jubila porque la vida esta muy perra, porque le gusta lo que hace y porque, matiza humildemente, no le sale de los cojones. Apenas fue a la escuela pero sabe Latín, tiene un talento que le sale por los desgarros del alma, y las trazas del perdedor que se mira la cara cada día en el espejo y lo sabe pero no se resigna.
Recuerdo un incendio causado por un rayo, a medianoche, en el peor sitio posible, como suele pasar con los rayos. Imposible llegar con el vehículo. Fueron 800 metros al trote por la cresta del roquedal, con simas y caídas cortadas a cuchillo que la noche sin Luna hacia interminables, hasta que vimos el resplandor, medio kilómetro por debajo nuestro con una pendiente terrible, guijarros suelto que te hacían deslizar decenas de metros golpeándote el culo, los codos y hasta el blanco de los ojos, sujetando con fuerza la azada o el batefuegos y “rapidito que esto se nos va”.
Cuando llegamos al foco del incendio entre los cinco no sumábamos ni dos pulmones, cuando creíamos que aquello nos podría, vimos iluminadas por el fuego, las siluetas de los compañeros de la brigada que sabíamos estaba en camino. Entre todos lo sofocamos y, una vez controlado, quedaba repasarlo y extinguirlo definitivamente. Y allí, humeando entre las brasas, entre tocones, raíces y grietas, vi al “abuelo José”. Recuerdo que pensé en voz alta- “Si la bajada ha sido jodida, cagate con la subida”.
Subimos. Y teníais que haber visto al “abuelo José”, empapado en sudor, los ojos vidriosos y el pecho silbando. “Déjeme llevarle la azada hombre”, “Suba a caballito”, “Abuelo le hecho una carrerita”. Y el abuelo sonreía resignado, apretaba los dientes y para arriba. Antes de llegar vomito dos veces.
Cuando nos cambiábamos junto a al pista forestal me ofreció un cigarro, mientras le daba fuego pude observar su rostro surcado de arrugas, reseco y duro, como el cuero viejo. Fumábamos juntos para protegernos del frió viento, se le veía hosco y concentrado. Moreno y mal afeitado, la colilla le colgaba en los labios como si fueran a llevarlo al paredón.
Hoy he podido leer en una circular que me ha hecho llegar un compañero, que en la visita que les hizo el Director General de Interior dijo cosas como esta: “Estamos valorando si los mayores de cincuenta años podrán continuar con nosotros”. Al leer esto he recordado las palabras de algún técnico forestal, del diputado de turno, que aludían a la nula operatividad de nuestros compañeros mayores. A mi quienes me parecen ya no solo poco operativos, sino impresentables son todos esos bocazas sonrientes que llevan años justificando su incompetencia. Pero a lo mejor es que yo compartí un cigarro con “el abuelo José” aquella noche y ellos no.
Ahora, cuando me siento a descansar tras un incendio y me fumo un cigarro, recuerdo la mirada perdida en los ojos del “abuelo José” y sonrió a la memoria del abuelo, que me enseño uno de los oficios mas duros, mas ingratos y mas hermosos del mundo. Brigadas Rurales de Emergencia.

2 comentarios

Ardid -

No se trata de que lo hubieran compartido o no, sino de que hubieran sabido mirar. Y sentir.

Ardid -